Cada 21 de abril la Iglesia Católica recuerda a San Anselmo de Canterbury, monje benedictino del siglo XI, quien llegara a ocupar la sede del Canterbury (Inglaterra) como arzobispo.
“La tradición cristiana [le] ha dado el título de ‘Doctor magnífico’, porque cultivó un intenso deseo de profundizar en los misterios divinos, pero plenamente consciente de que el camino de búsqueda de Dios nunca se termina, al menos en esta tierra” (Papa Benedicto XVI).
San Anselmo de Aosta -como también se le conoce- fue un destacado teólogo y filósofo, considerado “Padre de la escolástica” y “Fundador de la teología escolástica”. Fue proclamado Doctor de la Iglesia en el siglo XVIII gracias a su brillante itinerario intelectual, en el que logró vincular con maestría fe y razón, teología y filosofía.
Como teólogo, se le recuerda por su defensa de la Inmaculada Concepción y la Encarnación; y, como filósofo, por el desarrollo del célebre “argumento ontológico” para demostrar la existencia de Dios.
«Dios, te lo ruego, quiero conocerte, quiero amarte y poder gozar de ti. Y si en esta vida no soy capaz de ello plenamente, que al menos cada día progrese hasta que llegue a la plenitud» (San Anselmo, Proslogion, cap. 14).
Por su talla intelectual, Anselmo puede ser considerado como poseedor de la mente más poderosa de la Edad Media hasta Santo Tomás de Aquino -de quien fue precursor en la discusión filosófica sobre la existencia de Dios-, puesto que la Iglesia no había tenido un pensador metafísico de tan alto nivel desde la época de San Agustín.
Es, además, uno de los autores más leídos y estudiados de todos los tiempos, especialmente entre lógicos, apologetas y entre quienes desean dar razón de su fe.
Anselmo nació en el año 1033, en Aosta del Piemonte (Alpes italianos). Su educación fue encargada a los monjes benedictinos. Tras la muerte de su madre y a consecuencia de una mala relación con su padre, Anselmo abandonó su casa y emigró al otro lado de los Alpes.
En 1060, a la edad de 27, ingresó al monasterio de Bec (Normandía), donde se hizo discípulo y gran amigo de Lanfranco de Pavía, prior del monasterio, quien también llegaría a ser Arzobispo de Canterbury (Inglaterra).
Tres años más tarde, Anselmo se convertiría en prior de Bec, después de que Lanfranco fuera enviado a hacerse cargo de la Abadía de los Hombres (Caen, Normandía).
Siendo prior de Bec, el santo compuso sus dos obras más conocidas, las que han servido por siglos como modelo de integración entre filosofía y teología, e inspiración en el desarrollo de la Teología Natural: el Monologium (meditaciones sobre las razones de la fe), en el que desarrolla la demostración metafísicas de la existencia de Dios; y el Proslogium (meditaciones de la fe que busca la inteligencia), dedicado a los atributos de Dios que pueden ser conocidos a través de la sola razón.
Asimismo, escribió una serie de tratados en torno a temas como la verdad, la libertad, el origen del mal y el arte de razonar (uno de sus intereses permanentes fue lo que hoy conocemos como “lógica”).
«No pretendo, Señor, penetrar en tu profundidad, porque no puedo ni siquiera de lejos confrontar con ella mi intelecto; pero deseo entender, al menos hasta cierto punto, tu verdad, que mi corazón cree y ama. No busco entender para creer, sino que creo para entender» (ib., 1).
Mucho se ha hablado y escrito sobre la prueba de la existencia de Dios elaborada por Anselmo. A lo largo de la historia ha sido calificada de distintas maneras (“prueba a priori”, “prueba lógica”, etc.), de acuerdo al tipo de análisis que se emplee para abordar su interpretación.
Dejando de lado la polémica, es posible señalar que su “prueba” o “argumento” posee cierta simplicidad. Dios es definido como “aquello de lo cual nada mayor puede pensarse”. Dios, en ese sentido, es aquello que concebimos como lo más grande (o perfecto) entre toda grandeza, en grado infinito.
San Anselmo considera, además, que algo existente en la realidad es siempre más grande que aquello que sólo existe en el pensamiento; en consecuencia, “aquello de lo cual nada mayor puede pensarse”, Dios, debe existir realmente. Si no es así, entonces cabe pensar en algo mayor. Y si fuese ese el caso, acto seguido, tendríamos que pensar en Dios, porque sólo de Él es posible afirmar “que no hay nada mayor”.
En 1078 Anselmo fue elegido abad de Bec, lo que lo obligaba a viajar con frecuencia a Inglaterra. Tras la muerte de Lanfranco (1089), fue nombrado Arzobispo de Canterbury, el 4 de diciembre de 1093, pese a que en un primer momento el rey Guillermo el Rojo se opuso a su nombramiento.
El rey Guillermo había sido muy hostil con los católicos en general, y lo fue luego, de manera particular, con Anselmo. En más de una ocasión, dada la influencia del monje, lo desterró de la isla.
En uno de esos destierros, San Anselmo permaneció un tiempo en el monasterio de Campania (Italia) mientras se recuperaba de una enfermedad. Allí terminó su famosa obra “Cur Deus homo” (en español: ¿Por qué Dios se hizo hombre?), el más famoso tratado que existe sobre la Encarnación del Verbo, y en el que el santo desarrolla su comprensión del papel decisivo de la Virgen María en la obra de la salvación. «María, a Ti te quiere amar mi corazón -escribe san Anselmo-; a Ti mi lengua te desea alabar ardientemente».
Después regresaría a Inglaterra, pero sería desterrado nuevamente. Con dificultad, después de este segundo destierro, recién pudo establecerse en la isla de manera permanente.
Falleció el año 1109, rodeado por sus hermanos monjes, en Canterbury. En sus horas de agonía alcanzó a dejar estas palabras como testamento: «Allí donde están los verdaderos goces celestiales, allí deben estar siempre los deseos de nuestro corazón».
San Anselmo de Canterbury fue canonizado en 1494 y declarado Doctor de la Iglesia en 1720 por el Papa Clemente XI.